Cuando una madre nacida en la España de posguerra se apaga, no se va una vida: se incendia una biblioteca entera de historias no contadas, se cierra una enciclopedia de resistencia, amor y silencios que nunca podremos leer.
Era 1938. España sangraba por sus heridas de guerra, y en medio del frío, el hambre y los bombardeos, nacía una niña que aprendería a vivir antes de saber caminar. Su vida fue un manual de supervivencia escrito con las uñas: años de racionamiento, dictadura, pan negro y medias pintadas con carbón. Pero también de bodas de vecinos, de romerías donde se compartía la última tortilla, de canciones susurradas para que no las oyera el miedo.
Hoy, más de ocho décadas después, esa niña que sobrevivió a tanto yace en una cama, con la respiración entrecortada y la mirada perdida en un punto fijo del techo. Una caída brusca, inesperada, ha acelerado el final. Los médicos hablan de "desgaste natural", pero ¿cómo puede ser natural despedirse de quien nos enseñó a vivir?
Pasamos la vida corriendo: tras el trabajo, los hijos, los sueños. Ellas, en cambio, se quedaron quietas. Esperando una llamada, una visita, una foto de los nietos por WhatsApp que nunca llegaba a imprimirse. Nos consolaban diciendo: "No te preocupes, hijo, yo sé que estás ocupado". Y nosotros, idiotas, lo creíamos.
Ahora, cuando el reloj se agota, queremos comprar tiempo en una tienda que nunca existió. Acariciamos sus manos arrugadas, esas que mecían, cocinaban, cosían, sanaban, y les pedimos perdón en un susurro: "No te vayas, aún no te he dicho todo lo que quería".
Ahora ya no puede cocinar, ni coser, aunque sus manos siguen sanando con el simple tacto. Confieso que, en mi caso, nunca me gustó perpetuar mi imagen en fotografías. Hace casi treinta años que no me retraté con mi madre. La última vez fue el día de mi boda, y desde entonces siempre lo postergué: "Ya habrá tiempo", pensaba.
Hace poco más de un año, mi madre me pidió con esa voz que ya empezaba a quebrarse: "Hijo, ¿por qué no nos hacemos una foto juntos?". Nunca llegamos a hacerla. Por eso hoy, en este humilde homenaje, comparto la última imagen que conservo con ella, a sus 86 años, con la esperanza de que todas las hijas e hijos del mundo comprendan que el tiempo no espera.
He entrevistado a grandes estrellas: Robert Redford, Tom Cruise, Woody Allen, Richard Gere, Sharon Stone, Monica Bellucci... Pero ninguna historia me conmovió tanto como la de mi madre. Porque sin madres, sin padres, nada de lo demás existiría. Ellas son las verdaderas heroínas de incalculable valor que, demasiadas veces, ignoramos.
Una madre que nació en el 38 no se va sin dejar lecciones talladas a fuego:
Resistencia: sobrevivió a una guerra civil, a una posguerra y a una pandemia.
Amor silencioso: prefería pasar hambre antes de ver a sus hijos sin comer.
Alegría clandestina: siempre bromeaba en la cocina aunque afuera el mundo se cayera a pedazos, siempre apostando por la libertad, la democracia y la bondad.
Ahora echo en falta las veces que me llamaba a horas intespestivas para explicarle, por enésima vez a volver a conectar la televisión por cambiar el HDM y quedarse sin imagen, o las veces que me repetía como mandar un Whastaap, que no ha aprendido en años o escribir un SMS, pues la nueva tecnología la superaba.
Ahora ya está en el andén de salida y con la maleta preparada para partir a ese lugar en el que las tecnologías no existen y si la verdad de una nueva vida, seguramente más libre que la que tenemos en este mundo.
¿Cómo no vamos a llorar su partida? ¿Cómo no vamos a gritar al universo que consideramos injusto?
Decimos que "la vida es eterna" para consolarnos, pero la eternidad no está en los años que vivimos, sino en los gestos que dejamos. En el olor a canela de sus magdalenas, en la canción de cuna que tarareamos sin saber por qué, en la forma de arropar a los hijos cuando tienen frío.
Esa madre que hoy se despide nos deja una última lección:la vida no se mide en tiempo, sino en presencias. Y nosotros, absortos en nuestras prisas, olvidamos estar presentes hasta que el tiempo se agota.
Este artículo no prertende ser una despedida no es una despedida. Es una llamada que debería retumbar en el alma de cada hijo e hija:
1-Llama hoy a tu madre y no mañana.
2-Guarda el móvil cuando la visites y mira sus ojos, memoriza sus manos.
3-Pregúntale por su juventud. Hay historias que solo ella puede contar.
Porque cuando ella se vaya, se llevará consigo un trozo de historia que nunca podrás googlear.
Dedicado a todas las madres que siguen esperando nuestra llamada y a nosotros esos hijos que aún estamos a tiempo de hacerla.
Permitidme la arrogancia que dedique este artículo a todas las madres y especialmente a la mia, os adjunto la útima foto que se le hizo en este año a finales de enero, cuando no se esperaba este desenlace, gracias por vuestra comprensión y afecto.
Querida madre te escribo estas palabras, quizás las últimas que llegues a leer desde lo más profundo de mi corazón:Gracias por enseñarme a caminar y perdoname por no acompañarte cuando dejaste de poder hacerlo.
