Y colorín, colorado, el cuento se ha acabado

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Y colorín, colorado, el cuento se ha acabado

Hace años, allá por dos mil diez, publicaba un artículo con epígrafe opuesto al de hoy: “El cuento billete”, pero centrado en la cuestión impositiva. Zapatero —igual que el gobierno actual, pero menos embustero y maligno— aireaba, iniciando cierto aspecto histriónico ahora desatado, una subida de impuestos “a los ricos”. Pareciera que la izquierda “progre” se anclara en siglos pasados o la muchedumbre que la alza al pedestal ignorara el mensaje si hablaran de “grandes fortunas”. Sigue usando un ardid antañón; lo explotó durante los años treinta del pasado siglo y quiere exprimirlo ahora, ya casi enjuto cual esa ideología fracasada que lo sustenta. Al final, fuera de frases seductoras, postizas, pagan las clases medias y bajas; es decir, aquellos a quienes dicen favorecer, redimir. Y este pueblo, con ojos de yeso que dicen por mi tierra, sigue alimentando sus cuerpos maltrechos de utopía mientras los catequistas viven la opulencia.

Sí, en mi infancia nos incordiaban —básicamente los muy allegados— con aquellos “cuentos de nunca acabar”, naderías que soportábamos de forma jobniana, pero incómoda. Ellos, según recuerdo, lo pasaban bomba cuando olfateaban nuestro empacho e inquietud. Probablemente supusiera desquite, tal vez venganza afable, bonachona. Hoy, en mi segunda edad y media (nominación optimista pues nací finalizando el primer quinquenio de la posguerra), quienes gobiernan hasta ahora —es un decir— hieren sensibilidades y bolsillos, no por revancha sino por depredación. Encima del atentado a los sentimientos, a la dimensión democrática, han castigado nuestros ahorros de forma lujuriosa, con insistente intención de apurar todavía más tanta codicia recaudatoria. Y, por otra parte, sin vínculo sanguíneo que hiciera llevadera tan excesiva malquerencia.

Aquel cuento billete (en mi pueblo un modelo de cuentos sin fin, de nunca acabar) se ha ido gestando imperceptiblemente, casi de tapadillo, por los diferentes ejecutivos desde que se consideró consolidado el nuevo sistema. Sería injusto excluir a alguno de los partidos que animaron un bipartidismo disoluto, cuyas irresponsables secuelas penamos hoy. Asimismo, expiaríamos como aficionados si olvidáramos a políticos indecentes y a una sociedad indocta, holgazana, permisible. Nadie cuestiona que la carga es compartida, pero quien realice un análisis profundo, objetivo, llegará a conceder que la izquierda despliega un papel medular. Tal vez, esa propensión al autobombo sin hechos que puedan legitimarlo sea el origen de tanta adversidad. Lo incuestionable es que el peso ético históricamente ha sido apropiado por la izquierda de forma hueca y sin desplegar título taxativo. He ahí el porqué de tanta frustración.

Madrid, de nuevo, ha rechazado la divergencia, el fanatismo salvaje, surgidos a iniciativa de una estrategia errónea, suicida. Mucho antes de la campaña oficial, el gobierno venía hostilizando al pueblo madrileño en la figura de su presidenta. Aquí estuvo su primer yerro: Ayuso le salió respondona aguantando carros y carretas, dimes y diretes, sin variar un ápice su ruta ni proyecto. Se enfrentó a la inmoralidad de Tezanos, a invectivas personales —también políticas— e incluso a debate social con Sánchez que, a poco, tuvo que retroceder ante el peligro de salir chamuscado al agigantarse una presidenta endeble a priori. Sin embargo, hubo un precedente sustantivo: afición desmedida a burlar la democracia con añagazas legales, pero ininteligibles para el ciudadano común. Las declaraciones ulteriores de Ábalos y Carmen Calvo indican desconocimiento total de la lección ofrecida. Se salva socialmente el menos pecador y más castigado: Gabilondo.

Victoria arrolladora de Ayuso, Ciudadanos sin representación, huida razonada y vergonzosa de Iglesias (aunque apunta más a rechazo sine qua non por parte de Europa), sorpasso de Más Madrid al PSOE, son reseñas que trajo el 4-M. A su término, surgieron análisis y estimaciones variadas; unas, sensatas —al menos con sentido común— otras, indisimuladamente esquivas, equívocas, justificadoras. No obstante, todo desespero pretendidamente agraviante procede de medios anejos, pero bajando timbre, tono e intensidad. El bofetón ha templado ánimos que días pasados hervían con fervor bélico al amparo de una trinchera común en la que podía leerse: ”fascismo o democracia”. Dentro bramaban “sanchistas” (nada que ver con un PSOE vinculado a formas democráticas) y comunistas totalitarios: Podemos, en caída libre, junto a Mas Madrid. El pueblo “fascista” les ha dado a los atrincherados una lección democrática inolvidable.

Casado tiene buen bagaje de salida, pero no debe olvidar que la victoria le es extraña; ha ganado Ayuso —en un actuar exitoso— empujada por el hastío y rechazo que exhalan Sánchez e Iglesias. Al PP le falta un líder carismático, audaz, enérgico. Tiene dos peones probos, válidos (ambos en Madrid), aunque algún barón, con crédito infundado, pudiera salirle desleal. Tal escenario exige una actuación previa, lograr unidad estratégica por convicción o por pragmatismo. Sin unidad, y sin limar asperezas con Vox, jamás llegará a presidente. El sanchismo político y mediático insiste en añadirle un plus de arriesgado acercamiento a quien denomina “extrema derecha”. Mientras, pacta con comunistas, independentistas y Bildu, que, como sabemos, destilan exquisitez democrática. Casado precisa ahormarse con la reciedumbre y confianza doctrinal de Ayuso. Pactar el CGPJ refleja seguidismo hediondo con la vieja política bipartidista. Malo, malo.

Cualquier líder político ansía absorber la sigla, convertir el partido en una banda de amiguetes, donde pueda haber hasta despotismo si se obtiene el plácet del autócrata. Digo bien, porque—según la Constitución— no hay democracia sin partidos administrados democráticamente. Sánchez, al efecto, se ha convertido en virrey o dictador operativo. Hace y deshace a voluntad sin guardar la mínima apariencia. Elige, incluso, su Comisión Ejecutiva Federal formada por individuos de plena confianza. El PSOE se utiliza como terminología, a modo de nomenclatura, pero el partido en esencia no existe. Perdido todo vínculo, rota la mínima cohesión, los resultados de Madrid pueden emprender una catarsis que se lleve por delante dicha malandanza. No puede olvidarse que el sanchismo es la tercera fuerza política tras Más Madrid, un partido con dos años de vida. Cuidado.

Dejo para el final la auténtica madre del cordero. ¿Son extrapolables estas elecciones? Puede que no, ni en contenido ni en resultado, porque Madrid no es la enfermedad, pero sí un síntoma preocupante. Tal vez pudieran serlo por su espíritu que, como al campo, no se le puede poner puertas. Este es el verdadero aprieto del sanchismo, muy deteriorado ante la ejecutoria sanitaria, el nefasto galimatías económico y, sobre todo, la coalición con Podemos debido al desprecio que ocasiona Iglesias, mejorando lo presente. En tiempos de bonanza la gente no piensa porque tiene los “ojos llenos de pan”. En tiempos de hambre, los ojos se desorbitan impulsando inteligencia y juicio crítico. Dos cosas: Cataluña y el resto de España son vasos comunicantes y las declaraciones de gerifaltes sanchistas no presagian ningún aprendizaje. Creo firmemente que el cuento empieza a acabarse.

 Manuel Olmeda Carrasco

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