Figuras y figurones. Epistemología social

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Figuras y figurones. Epistemología social

En ocasiones, uno —frágil ante el tiránico pensamiento único, amén de la gregaria y preeminente “hegemonía”— tiende a desentrañar conocimientos, conceptos morales, que auspicien la convivencia. Consciente del extremo a que dichos obstáculos someten al individuo, este persevera con recursos valiosos puestos a su disposición por la epistemología. Cabe preguntarse qué papel desempeña el gobierno en la réplica: qué es política, justicia o presunto cometido del periodismo. Percibo las dificultades reales, incluso secundadas por un statu quo encubridor, para llegar a respuestas satisfactorias. Sumemos a estos contratiempos, el hecho casi irremediable sobrevenido a una sociedad consciente de los apuros, sobre todo económicos, que enmarcan la vida actual sin saber, probablemente por pereza, cómo enfrentarse a ellos.

Gobierno comporta: “entidad asentada sobre la exigencia social de defender derechos e intereses del individuo”. Cuando reparamos que este criterio inicial se incumple sin atisbos de descuido o coyuntura imprescindible, cuando dicha inobservancia rezuma arbitrariedad —peor todavía, atropello— comprendemos la distancia sideral entre ser inteligible y sustancia. El momento nos depara un ejemplo que refleja lo expuesto. Días atrás, una sentencia del Tribunal Constitucional declaraba contrario a derecho el cobro municipal de plusvalías mediante resolución argumentada. Ser. Pues bien, el gobierno, en probable pirueta inconstitucional, arrebatado por imperativa avidez desoye al Alto Tribunal y restaura el impuesto mediante decreto-ley, pulso incluido. Sustancia. La operación, a más de achulada, desprende demasiados efluvios antidemocráticos.

¿Cómo se explica que el gobierno (ser) tenga una realidad inteligible tan divergente a concepciones ancestrales? ¿Acaso no existe en puridad? Cierto, no existe fuera de ente fenoménico. Fenomenología es una corriente filosófica que proclama el conocimiento del ente (ser sensible, materializado) a través de sus fenómenos y conductas. Es decir, los gobiernos son sus actos acordes con la idea generadora o corrompidos por políticos, no solo antiestéticos sino notorios aventureros, desaprensivos y saqueadores. Nadie debe extrañarse que, como consecuencia, el ciudadano se cobije bajo la protección del escepticismo, término que se acopla a los presentes tiempos de desesperanza. Ser escéptico supone la defensa genuina del individuo ante ciclos que resten un fragmento de albedrío, o autonomía intelectiva, para esquivar grandilocuencias y patrañas.

Si bien el común está dispuesto a comulgar con ruedas de molino, una minoría sabe perfectamente que el gobierno, como concepto y encarnación, no se ajusta a la teoría contractualista del Estado, según la cual este está sometido al servicio de los ciudadanos. Es más, Hans Kelsen sostiene que “el Estado no existe en el reino de las realizaciones fisicopsíquicas, sino en el reino del espíritu”. Llegamos, otra vez, a la negación del Estado y, consecuentemente, a la farsa del gobierno en el escenario actual. Son ininteligibles para aquella minoría el Estado Plurinacional (que algunos asientan con argumentos tramposos) y el ejecutivo que se sustenta en partidos antidemócratas, nazis o totalitarios. Lo accidental, frívolo e inoperante viene conformado por la enorme cantidad de disparates (dichos o hechos) cuyos protagonistas exhiben el insolvente sello de su ministerio.

Del mismo modo, política —que debiera tener conciencia de servicio— si nos ceñimos a los rasgos propuestos es un concepto solemne, pero deteriorado al instante mismo en que ciertos individuos olvidan su esencia. Sintetizarla en la época actual acabaría siendo un ejercicio impropio e insultante. Quizás resulte bonancible, poco corrosivo, el devenir anterior a nuestra experiencia personal. Sin embargo, lo contemporáneo por sí mismo no necesariamente ha de ser peor o mejor que el imaginar antañón. Verdad es que la política hodierna penaliza al ciudadano con su actitud egoísta, espuria. Es excepcional, casi milagroso, conocer a algún preboste honorable, dedicado en cuerpo y alma a satisfacer las necesidades de su representado. A veces, incluso, por falta de ética más que por extravío estratégico, ponen en peligro la propia ascensión al poder. ¡Necios!

Cualquier país necesita una clase política adecentada, sin contraste entre el modelo ilustre ligado a la mente social y la sustancia grosera que termina siendo. Unos, en su acomodo, en su empeño inexpugnable, perturban la estabilidad institucional y ennegrecen el futuro. Solo un ególatra resentido, vanidoso a la vez que ridículo, somete su dignidad a grupos cuya finalidad indisimulada es fracturar la España constitucional. Hoy por hoy le resulta improbable conseguirlo; pero, a cambio, impulsa una miseria generalizada que garantice la red clientelar cuya pretensión conexiona a todo déspota. Otros, enyugados a la pesada carga de sus complejos, se sojuzgan a etiquetas acuñadas en momentos claves. Semejante maca, entorpece cualquier actitud cooperadora con partidos afines (salvando matices singulares) que permitan alcanzar sin estridencias el cambio deseado.

¡Justicia! —vocablo que se menciona siempre así, anhelante e inflexible— sirve para constatar su inexistencia. No digo que algún juez lleno de sentido común, a caballo entre los textos legales y la dignidad natural, imparta voluntaria o casualmente este concepto ético sin atajos ni desviaciones. Verdad es que la judicatura se ha convertido en pieza de caza muy deseada como paso previo a conseguir objetivos fuera de los criterios o prototipos democráticos. El cerco, de forma necesaria, obligatoria por ley, se cierra con la anuencia del PP. Ocurre, no obstante, que todo acuerdo o pacto tiene que servir de estímulo para otros menos exigentes legalmente. Este grupo desideologizado, zampón, que es el sanchismo tiene excesivos reparos en codearse con dirigentes rivales. Para ellos (todos, aunque pongan una u otra cara para la galería) solo existe su ambición.

Medios y periodistas constituyen pieza trascendente en el organigrama democrático, acaso totalitario. Conocemos ese eslogan certero referente a que la prensa conforma el cuarto poder para contrarrestar los demás, pero que, en la era tecnológica, de las comunicaciones, es —independientemente de su orden numérico— poder espeluznante, sospechoso, para dirigentes fanáticos. Ignoro si son padres de un escepticismo reparador o si persiguen arruinar, en proporción a los óbolos recibidos, la conciencia social. Lo que vislumbro y afirmo es alineamiento sectario hacia ambos lados, infectando objetividad e independencia, mientras se abandona cualquier aliento deontológico. Quienes “fabrican” cultura y conocimiento político también son discípulos “inmorales” de esa hegemonía que lisonjean las izquierdas postizamente, pero aquellos suelen vender a bajo precio.

El individuo ha de intentar llegar al conocimiento de la sociedad y su entorno, pero esa lacra de su indigencia cultural y moral le lleva a inundarse de ridiculez y ultraje políticos.

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