Don Hipólito y el banco de la estación

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Don Hipólito y el banco de la estación

Bajo el reloj de doble cara que colgaba de la fachada de la estación de tren, había un banco de madera. Viejo, muy bien cuidado y con una bonita historia. Eran la reliquia de la estación. Los únicos recuerdos vivos que quedaban, pues había sido remodelada.

Ambos, reloj y banco, habían sobrevivido el paso del tiempo, a tantas esperas, prisas, penas, alegrías , despedidas, encuentros tristes y felices de tantos y tantos viajeros. María, la encargada del servicio de limpieza, cada día se esmeraba en la tarea, ponía mucho amor en su labor, tenía un significado para ella era muy especial. Era el buque insignia de la estación y de muchas fotos y miradas.

Le hacía sentir importante. Además era el lugar donde pasaba largo tiempo alguien muy querido, quien únicamente tenía el privilegio de poderse sentar. Se trataba de Don Hipólito, el antiguo jefe de estación. Acudía cada día y repetía un ritual muy peculiar.

Junto a dichas reliquias, colgada visiblemente, había una reluciente placa en la que se leía que se trataba de un reloj hecho a mano por un reputado maestro relojero de época, de maquinaria suiza, así como el año de fabricación y otras peculiaridades valoradas por entendidos. En cuanto a la explicación sobre el banco: que estaba realizado en madera de ébano, con unos elegantes remates hechos a mano por un ebanista de la localidad, cuyos útiles usados en la fabricación, se exhibían junto a dicha placa enmarcados.

Ahí reposaban escofina, gubias, limas y demás herramientas que el maestro ebanista, había utilizado para su fabricación y que donó tras su jubilación. Tallado con barroca ornamentación, lleno de detalles ferroviarios esculpidos por los que no pasaba el tiempo.

Tras dicho banco, una pared entelada color burdeos, repleta de fotografías de época dedicadas al ferrocarril y a la importancia que tuvo para la expansión del comercio en la localidad y a personas ilustres que con su esfuerzo impulsaron la economía de la misma y contribuyeron a una mejor calidad de vida de sus habitantes.

Entre los admirados estaba Don Pascual, quien hizo fortuna en las Américas, regresó con ideas frescas montando cines, salas para guateques y otros negocios varios relacionados con el ocio, así como la primera gran empresa dedicada al sector agrícola que dió trabajó a multitud de personas e impulsó el desarrollo del comercio a través del ferrocarril. Lo mejor de todo eran las condiciones de sus empleados , pionera para la época.

Legalmente contratados, con extraordinarias condiciones y tratados todos de forma exquisita. D. Pascual fue una institución, muy respetado y admirado en la localidad. Junto a una fotografía de la primera máquina de vapor, había una vitrina plateada, otra dorada, que portaban un silbato ,un banderín, una linterna y gorra útiles usados por el jefe de estación D.Hipólito. Era un auténtico museo.

Reloj y banco continuaban intactos con el paso de los años. Sebastián, el vigilante de seguridad de la estación, era el encargado de que se cumplieran las instrucciones, tal como dictaba el cartel informativo ,de manera que no estaba permitido sentarse en el bonito banco. Aunque como en casi todo, había una excepción, en este caso para Don Hipólito, el antiguo jefe de estación, conocido como “ Liti”. Quien aún a sus casi cien años, portaba una salud envidiable, tenía la dentadura intacta, su cara reflejaba el paso del tiempo, piel delgada y transparente ,con arrugas pero bien conservada.

Las cejas blanquecinas, aún pobladas y un abundante cabello grisáceo, peinado para atrás. A ojos de los demás, era un abuelo de no mucha edad. Se conservaba extraordinariamente. Como cada día a las tres de la tarde, hora en la que había mitad sol y mitad sombra en el banco, el antiguo jefe de estación , se dirigía a su banco, con paso lento. Tenía la aprobación de Sebastián, el vigilante, que con semblante serio pero sonriente y muestra de cariño, gentilmente lo acompañaba hasta que tomaba asiento.

El antiguo jefe de estación se sentaba al sol o a la sombra según tuviera frío o calor. Sacaba su reloj de cadena del bolsillo, apretaba el botón y con un clic levantaba la concha que lo cubría . En su rutinario protocolo, dedicaba unos segundos a mirarlo fijamente. Asentía con la cabeza, quedaba ensimismado contemplando la fotografía que portaba bajo la tapa. Se trataba de un retrato en blanco y negro de una jovencita, que mantenía vivo en su recuerdo, Magdalena, quien aunque ya no estaba aquí, si se habían acompañado durante toda la vida y habían conseguido envejecer juntos a lo largo de los años.

En su recuerdo , mantenía intacta la imagen del retrato y la belleza de su esposa. Tenía presente su perfume y eso que hacía más de diez años que se dieron el último adiós. Amor en tiempos difíciles y momentos bonitos consagraron una alianza que se fortaleció y creció cada día más. Las dificultades pasadas les unieron.

La comprensión y la donación del uno al otro y hacia los demás fueron ejemplo para vecinos, quienes acudían a ellos cuando tenían algún problema o discusión. La pequeña pero coqueta casa era un placer para los sentidos.

La puerta de entrada de la misma estaba presidida por un galán de noche, un jazmín y plantas aromáticas que hacía las delicias de los sentidos de quien pasaba por allí . Repleta de claveles, margaritas de todos los colores. El interior austero, las paredes repletas de óleos y acuarelas ,en un rincón un caballete donde D. Hipólito se explayaba dejando volar su imaginación con los pinceles.

Presidía el salón una chimenea y una mesa de camilla, donde se sentaban quienes allí acudían y entre café de puchero y rosquillas preparadas por las expertas manos de la buena de Magdalena, no solo se endulzaba el paladar, sino que se suavizaba la situación y el problema conyugal motivo de la visita o cualquier otra situación de conflicto salía solucionada.

La casa del matrimonio era algo parecido a un confesionario, la labor realizada similar a la de jueces de paz en el pueblo. Guardaban secreto de confesión y les agradaba ayudar a que otros matrimonios se miraran a la cara, abrieran su corazón y como en la mayoría de ocasiones solucionaran el conflicto. También se atrevían con historias como riñas entre vecinos por el lindero que separaba sus propiedades o una disputa entre hermanos.

Les satisfacía enormemente contribuir a arreglar tantos y tantos litigios y asuntos, a la antigua usanza, con un apretón de manos o un abrazo. Todo esa información pasaba en milésimas de segundo por la cabeza del abuelete al hacer clic en su reloj. Después giraba su cabeza, miraba hacia arriba para comprobar que ambos relojes estaban sincronizados.

Era entonces cuando el longevo jefe de estación, sacaba del bolsillo superior de su vieja chaqueta una tabaquera de piel marrón ,de dos piezas, en la que había espacio para tres puros. La purera mostraba unas tímidas iniciales grabadas ,a penas visibles por el paso del tiempo y un cortapuros de plata . Acariciaba un habano, se lo llevaba a la nariz y luego daba un corte limpio y preciso. Introducía su mano derecha en el bolsillo lateral de la chaqueta, inclinando levemente su tronco hacia el lado izquierdo, para finalizar la operación sacando un desgastado pero reluciente encendedor, “chisquero”, de mecha naranja.

Continuaba entonces su ritual. Prendía despacio el cigarro puro, haciendo círculos y aleteando de un lado a otro con arte. Miraba como la incandescente llama dibujaba un perfecto anillo naranja. Continuaba con unas caladas, despacio, sin prisa, saboreándolas y disfrutando su aroma.

Parecía el hombre más feliz de la tierra, según reflejaba su cara, Observaba como la ceniza gris dibujaba una forma cónica uniforme, que finalmente se desprendía. La dejaba caer al suelo, no era lo correcto pero tenía licencia para ello .

Fumaba hasta que dos tercios del cigarro se consumían y el sol desaparecía del banco, avisando que la tarde caía. Inmediatamente que terminaba de fumar, aparecía con sus útiles María la limpiadora, quien recriminaba cariñosamente no el hecho de que tirara la ceniza al suelo sino lo perjudicial que era el tabaco para la salud.

Largas jornadas pasaba allí sentado , “El abuelo Liti” , que contaba historias con simpatía a las múltiples personas que escuchaban con atención su sabiduría. Con Agrado respondía incansablemente a las preguntas que le hacían.

Con frecuencia insistían en que repitiera una muy interesante, a lo que accedía . Ponía cara de interesante y la contaba con entusiasmo y voz para la ocasión, comenzando por : 

-“ Aquella noche de luna llena, el tren llegó a nuestra estación con más de media hora de retraso. Venía de Barcelona, Quince horas separaban ambas estaciones. ¡Qué curioso que ahora nos separen menos de cinco! -Exclamaba con brillo en los ojos, explicando la evolución del ferrocarril, lo cómodo que era ahora y como había mejorado con el paso del tiempo.

Así iba desarrollando la trama y continuaba contando: Lo más interesante de la historia. El misterio de la desaparición del puesto de mando del maquinista, quien dejó de dar señales a unos doscientos kilómetros de la llegada a la estación.

No contestaba por la emisora, tampoco se veía iluminada como era habitual, la cabina donde tenía que estar pilotando. A su paso por tantos cruces de carreteras atravesadas por las vías en los que los guardabarreras, cortaban el tráfico, “y echaban una cadena en ambos sentidos” , estos se echaban las manos a la cabeza cuando veían el tren sin maquinista. ( Liti,Se metía en el papel y reproducía el gesto con la mano, echaba la cadena e imitaba la cara de preocupación de los guardabarreras como un gran actor ).

Los mismos se extrañaron , estaban pendientes a su paso y dieron la voz de alarma, temiéndose lo peor. Na dice entendía nada, Ricardo era un experimentado maquinista con muy buena reputación.No daban crédito, se comenzó a filtrar por dicha emisora el mensaje de que el tren iba en marcha solo, en automático, que el maquinista había desaparecido de su zona de trabajo.

No sabían que había podido ocurrir. “No atendía a los mensajes de ¿Me copias?, ni al corto y cambio”. Finalmente el tren entró en la estación y efectivamente Ricardo el maquinista, venía en lo que ahora era la cola del tren, antes la cabeza , cuando el tren entró en Barcelona. Allí quedó dormido.

Lo misterioso de la historia es que aún con el maquinista en sueños, el tren inició recorrido, llegó a destino y fue haciendo paradas en todas estaciones y apeaderos que le correspondía. También sonaba el claxon cuando entraba y salía de cada una de ellas como era habitual escuchar, aminorando la marcha a la llegada y en la partida.

Ningún jefe de estación excepto don Hipolito pudo acceder al tren, pues las puerta estaba bloqueada y solo podían subir y bajar pasajeros. Él descubrió el paradero de Ricardo, que continuaba profundamente dormido en la cola del tren.

Así contaba que había sucedido, después surgía el debate y procuraban buscar explicación al misterio. Como era de imaginar, por ley de vida, un día D. Hipólito dejó de acudir al banco.

Emprendió su último y largo viaje, esta vez no en tren, pero si al encuentro de Magdalena. El recuerdo del antiguo jefe de estación, de tertulia agradable ,distendida y graciosa a la hora de contar historias , anécdotas y curiosidades, cayaron para siempre, dejaron de encandilar y entretener.

Quedó presente para siempre, en una escultura a tamaño real, de bronce, que colocaron en el banco donde eternamente quedó sentado el jefe de estación.

Jero Martínez

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