Premio Ratzinger 2022

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Premio Ratzinger 2022

En el día de ayer jueves, el catedrático estaunidense judío Joseph Weiler, sin duda uno de los premios internacionales más importantes, del estilo Premio Carlomagno, recibía una prestigiosa distinción donde se destacaban las contribuciones más señaladas entre la fe y la razón. Últimamente sus estudios han ido en torno al mundo del laicismo que, para muchos no es una elección neutral como argumentan. En una entrevista dada recientemente comentaba: “Si nos fijamos en la identidad cultural europea (arquitectura, arte, música, literatura, etc), o en su cultura política, que pone al ser humano en el centro, son innegables las profundas y duraderas raíces cristianas. La identidad cultural europea es una fusión inextricablemente unida de Atenas y Jerusalén. Es desmoralizador que los Estados miembro se negasen a mentar las raíces cristianas en la Constitución redactada a principios de la década de los años 2000”.

Por lo aquí dicho por este profesor de la Universidad de Nueva York, siendo uno de los mayores expertos en el derecho que rige la Unión Europea, representaría a Italia ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, donde acababan anulando la decisión de la Cámara que establecía que el Estado no podía imponer símbolos religiosos en las escuelas, por quince votos contra dos. Claramente los cristianos no han sido relegados al ámbito de lo privado. Se han consignado a ese ámbito ellos mismos. Han hecho suya, los cristianos, las propuestas de la Revolución Francesa de que la religión es un asunto privado, tan privado, que da la impresión que han perdido su fe y les da igual 8 que 80. Voy aún más alto, tampoco los sacerdotes, con perdón, atraen lo que deberían. Se han ensimismado en no se sabe qué cerrando las puertas de los templos la mayor parte del días. Un buen comerciante de barrio murciano del Infante me comentaba hace poco que al ver las puertas de las Parroquias cerradas se decía para sí mismo: ¡Qué pocas ganas tienen de vender el producto que defienden!

La Carta sobre el laicismo que salía hace tiempo en Francia, cuando llegó a los Centros Escolares franceses decía que todo el personal estaba obligado a transmitir los valores del laicismo, que los alumnos no podían invocar una convicción religiosa para discutir una cuestión del programa, o que nadie podía rechazar las reglas de la Escuela de la República invocando su pertenencia religiosa, sonando pues a pensamiento único. ¿No les parece a Ustedes que tales artimañas son incompatibles con un estado social y democrático de Derecho desde el cuál se debe fomentar el pluralismo y, por ende, la libertad de las conciencias?

Nuestro Premio Ratzinger de este año sabe de sobra el tufo que se extiende entre nuestros ciudadanos, no solamente europeos sino americanos también. Entre el laicismo que ha ido entrando muy poco a poco, también entre el mundo clerical, la desgana, el aburguesamiento y la falta de ejemplos en nuestras calles nos hacen pensar que estamos amenazados por una autosuficiencia que puede transformarlo en su contrario, es decir, en la intolerancia, ausencia de crítica y agresividad. El laicismo, cuando procede de la presunción de quien cree haber suprimido las cuestiones más inquietantes de la existencia humana, se convierte fácilmente en indiferencia, en olvido del sentido de lo sagrado y del respeto, en la renuncia a la elección personal y a la independencia de juicio. El consenso anónimo y tópico que resulta de la arrogancia satisfecha dista mucho de aquella sociedad que imaginaron los que combatían las diversas formas de intolerancia que se amparaban bajo la protección religiosa.

En oposición a la intolerancia de quien se consideraba poseedor e intérprete de la verdad, el espíritu laico significaba respeto a las ideas de los otros y a su libertad de expresarse. Pero significaba sobre todo una duda también respecto de las propias certezas, la capacidad de no sentirse jamás detentador de una iluminación definitiva y de desmitificar tal pretensión en cualquiera, principalmente en uno mismo. Gracias a esta actitud, el espíritu laico no estaba obsesionado en desmitificar, sino que aspiraba a crear un espacio en el que pudieran entenderse los que creen en Dios y los que no creen. Laicidad no es tanto un contenido como un modo de pensamiento, una actitud de apasionarse con las propias ideas pero también de reírse de ellas y de uno mismo, de la caricatura que terminan asumiendo en las formas fatalmente imperfectas en las que las profesamos. Esta imperfección no hace a aquellas ideas menos dignas de ser seguidas, pero nos obliga a preguntarnos en todo momento sobre sus límites y los nuestros.

Felicidades al Premio Ratzinger.

MARIANO GALIÁN TUDELA

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