Mientras seguimos encontrando a fecha de hoy las antiguas compuertas en el norte europeo del imperio romano para refugiarse de las sucesivas invasiones del mundo bárbaro, mira por dónde, el hoy europeo sigue siendo un trasiego de entradas y salidas de cualquier cultura, invadiendo así el calor cultural occidental y no solo de personas sino de epidemias u otros males , al estilo como sucediese cuando la ruta comercial del Camino de la Seda que conectaba Asia y Europa desde el 130 a.C hacia el Mediterráneo, Golfo Pérsico y Mar Negro. Hoy por hoy parece no hemos aprendido la lección por muchas universidades y títulos universitarios que tengamos.
Tal llegada de personas de otros mundos a nuestros estados miembros europeos, enalteciendo ¡por supuesto! a nuestros hermanos hispanoamericanos, nuestros primos hermanos, nos debe hacer distinguir entre asimilación e integración. La primera entraña la aculturación de los inmigrantes y su consiguiente pérdida de las pautas y valores de su cultura. Desde tal punto es algo opuesto a la dignidad humana. Por otra parte, esta posición, la de integración, omite el valor del mestizaje cultural como factor de enriquecimiento y el hecho de que sin este entrecuzarse y fecundarse entre culturas, no habría sido posible la propia civilización occidental. Dicho sea de paso, va de suyo que la idea de comparación entre pautas culturales es legítima y necesaria desde este punto, y la única forma de eludir un bobo y falso relativismo cultural. El respeto a las culturas diferentes no entraña la igualación entre sus pautas y valores ni, por lo tanto, entre ellas. Valorar, preferir y desdeñar son atributos esenciales de la persona. Valorar todo por igual, además de injusto, es renunciar a valorar.
Integración es respetar el pluralismo entre culturas, pero bajo el imperio de los principios y valores que sustenta la sociedad de acogida. Si no se produce la integración, al menos a ciertos niveles básicos, una sociedad se condena al desorden y a su sociedad como destrucción. En cualquier caso, sin ánimo de sacralizar la Constitución, el respeto a las normas y principios constitucionales constituye un deber que todos los inmigrantes deben cumplir. Lo que hoy estamos viendo es un auténtico bodrio que sigue los canales del Desgobierno español para hacer de este país una auténtica ratonera enmohecida.
El multiculturalismo que nos han vendido desde Zapatero tiene aquí su resultado. Este nido de avispas al que asistimos, si se concibe como una exhibición pública de las creencias religiosas, sólo podría ser censurado desde la perspectiva de un laicismo radical ajeno al espíritu de la Constitución, que establece un Estado aconfesional mas no laicista. Pero si se interpreta como una exhibición simbólica de la marginación de la mujer y de su sometimiento a alguna autoridad varonil o de su naturaleza pecaminosa o nociva, habría que repudiarlo como atentatorio contra la dignidad humana y al principio de igualdad y, por tanto, impedir su uso público. Ni los más fanáticos defensores de una tolerancia ilimitada y extraviada se atreven con la permisión de los sacrificios humanos, la ablación de clítoris o los malos tratos domésticos. Hacerlo con el velo, aunque se trate de un hecho diferente, es tanto como omitir la realidad que se oculta detrás de él: la condición de la mujer marginada. Por ello sorprende la tibieza y la índole taciturna del feminismo vociferante, dispuesto a denunciar con entusiasmo la paja en el ojo occidental mientras vela, en manto de silencio, la viga en el ojo islámico.
Existe en el actual afán multiculturalista demasiado odio y resentimiento antioccidenteal. En contra de los valores europeos de raíz cristiana vale tanto la apología de la degradación moral como la tontuna tolerancia hacia el fundamentalismo. Estamos ante una tolerancia exacerbada y unidireccional para la que el crucifijo ofende al islamista mientras el católico tiene que tolerar no sólo la media luna sino el velo, y si es preciso, el burka.
Alguno de los reproches que nos hacen los inmigrantes los tenemos bien merecidos y, en cualquier caso, optemos cada cual en conciencia. Debatir y optar, pero sin engaños. El multiculturalismo, que no debe confundirse con el pluralismo, bajo el que pueden convivir diversas culturas pero dentro de un marco común de convivencia, basado en la dignidad de toda persona, sigue siendo el fruto podrido de la tolerancia desorientada, conduciendo a la quiebra de una sociedad abierta, enemiga de valores liberales y de la genuina integración cultural. ¡Toda una farsa!
Mariano Galián Tudela