
Tendemos a pensar en términos simples, pero la realidad es compleja, ya que suele establecerse la equivalencia lengua es igual nación y ésta igual a Estado, es decir, allí donde hay una lengua hay una nación, y donde hay una nación debe haber un Estado.
Ésta es la base del discurso nacionalista, tan eficaz como equivocado, y no es fácil desmontar esta falacia aunque sobren argumentos para hacerlo.
En el mundo hay más de 7.000 lenguas y sólo existen 25 estados lingüísticamente monolingües, y ninguno en Europa, ya que la media aquí es de casi cinco lenguas por Estado.
Si pretendiéramos que cada lengua tuviera su Estado, el mundo actual se convertiría en un caos absoluto, y es que el concepto de lengua no es preciso, ya que ni las fronteras lingüísticas coinciden con las geográficas.
En España se reconocen seis lenguas (castellano o español, euskera, gallego, valenciano, aranés y catalán), pero hay otras más, desde el leonés, el bable o la fabla aragonesa, hasta las lenguas de los inmigrantes y el caló.
Así y todo, España es uno de los países lingüísticamente más homogéneos, pues tiene una lengua oficial y común, el español o castellano, que hablan y entienden la mayoría de sus ciudadanos.
Aceptar la premisa de que una lengua crea una nación, y la nación exige un Estado, supone justificar la limpieza lingüística para imponer esa unificación, y aquí es donde se revela la naturaleza totalitaria de los nacionalismos actuales.
No es nada extraño que el independentismo catalán esté tan empeñado en la inmersión lingüística, que es el método más eficaz para llevar a cabo esa uniformización y limpieza.
Para completar este análisis necesitaríamos hablar de otras equivalencias, como son las de identidad, territorio e historia : no hay concepto más ambiguo y pernicioso que el de identidad, más manipulable que el de historia y más difuso que el de territorio.
Si tratamos de definir la identidad acabamos necesariamente en la biología, si mitificamos el territorio lo convertimos en religión, y si manipulamos la historia la transformamos en imaginaria fuente de derecho.
Sólo hay un modo de salir de estas trampas : afirmar nuestra condición de ciudadanos, o sea, de sujetos libres e iguales en derechos y obligaciones.