De una u otra forma, todo lo acontecido estos meses en y desde el seno del Partido Socialista era esperable y a nadie le debe trastocar. El resto de partidos españoles, los que se dicen ser los buenos, también andan "resfriados". Este virus de sinvergonzonería que andan en nuestras esquinas es el producto de lo que han mamado desde hace años. Aquí nadie se escapa. Me comentan que, al menos, vota al menos malo, pero ello no existe por desgracia: ni en política ni en un número elevado de ciudadanos. De ello se han encargado el ladear el mundo de las Humanidades, del cristianismo licuado que se nos presenta desde nuestras parroquias católicas y casi siempre cerradas, desde los areópagos universitarios y desde el ejemplo continuo de algunos que podrían ser mejores y han pactado con la mediocridad. La razón, la verdad, hipocresía, la doble o triple vida y tantas otras, marcharon al sueño de los justos. Bruselas, por supuesto, no se queda atrás.
A lo largo de la historia ha habido siempre tiempos de decadencia en los que, para salir de tales situaciones deplorables, se necesitaron líderes con grandeza de ánimo, personas convencidas de que la obra de renovación proviene del interior de la persona, y ello, tal cual, no se cultiva. La guerra del Peloponeso es un ejemplo. Gracias a la superioridad ética y moral de algunos líderes atenienses fue posible superar la corrupción interior de la vida política de los estados griegos y el odio mutuo y aniquilador que alimentaba la fuente de esa corrupción. No en vano había sido este odio egoísta de todos contra todos el que, según el trágico relato de Tucídides, había llevado en la guerra a la justificación de todas las infamias y había destruido todos los sólidos conceptos de la moral.
Uno de estos líderes con preocupaciones por el bien de su ciudadanía era Isócrates, el cual defendía los intereses más altos que un Estado debía contemplar. Su preocupación por la juventud fue excelsa, donde se les animaba a abandonar sus intereses egoístas y mezquinos, logrando así grandeza de ánimo. En aquellos tiempos, la fama de los educadores, andaban por los suelos, y les hace ver, con fuerza, con una retórica excelente, que han de educar a las personas en la justicia y "en el dominio de sí mismos", cosa que hoy, en España, no se le espera. Plutarco, otro de los grandes, tampoco se quedaría atrás.
La decadencia del hoy es una realidad. Hacen falta líderes con generosidad y grandeza de espíritu que huyan de las adulaciones y posturas retorcidas. Líderes con una fuerte e inquebrantable esperanza, confianzas casi provocativas y una serenidad de corazón palpitante. Líderes que no se dejen arrastrar por la confusión generalizada y, sobre todo, que no se dobleguen ante las tentaciones de tener cada día más. Constituirse en un líder no convierte al directo en una suerte de superhombre. A la ética y moralidad no le interesan solo los principios y las intenciones, sino también los buenos resultados, aunque no siempre salgan como se quiere. El bien no es algo abstracto que nunca llega a materializarse, sino algo presente en todas las acciones humanas, que transforma realmente a la persona generando en él virtudes y, con ellas, un bienestar concreto, La virtud hace fácil el obrar bien. Además de lograr el bien que como persona le es propio, estará facilitando el camino para que todos, en toda empresa, asuman sus funciones no como algo engorroso, sino como una vía hacia la experiencia personal del trabajo. Quien piense que ejercer con plena voluntariedad y virtuosidad el propio trabajo perjudica la productividad, no sólo desprecia la libertad y el trabajo de las personas a las que desea dirigir, sino que debería plantearse seriamente para qué fin busca unos beneficios que en realidad resultan perjudiciales para todos.
La conciencia de que todos servimos a los demás, también a los que parecen estar protegidos frente a toda exigencia de responsabilidad, es un valor fundamental que podemos aprender. Ningún sistema de control puede suplir a la conciencia y a la libertad de que, por naturaleza, todos estamos dotados. Es hora de que nos convenzamos que la ética, la moralidad, no son temas superfluos, y para ello hemos de persuadirnos al mismo tiempo de que cualquier trabajo, desde la economía misma, no es un juego, y menos de azar, sino un servicio.
Un ejemplo de tantos que nos puede sorprender: el mundo de los santos. Ellos han sido muestras claras de alto grado de servicio. Max Scheler, comentaría al respecto: "el santo está auténticamente presente en sus discípulos y vive realmente en ellos". Quien siente la llamada a liderar debe tener la perspectiva suficiente para saber, en todo momento, que, por encima, puede alcanzar esa grandeza de ánimo sin la cual no existe liderazgo posible.
Es la hora de volver a empezar con nuestra juventud, la cual, sin desánimo, con esperanza, procuremos formar lo más digno de una persona: su interioridad, motor imprescindible para que las acciones que surjan al exterior sean claves. Esto, hoy por hoy, ni por asomo.
MARIANO GALIÁN TUDELA
