La intimidad de mi mundo interior se fortalece y se expande cada vez que ocurre un verdadero encuentro con el otro. No un cruce superficial de palabras, ni un intercambio rutinario de gestos, sino ese momento único y profundo en el que dos seres se miran, se reconocen y, por un instante, sus almas se tocan. Cuando se produce ese "cara a cara", ese encuentro auténtico, ambos mundos interiores —el mío y el tuyo— se expanden hacia lo infinito. En ese momento, crecemos hacia un sentido más profundo: el sentido del ahora, del presente pleno, y también hacia el sentido último, el que da propósito a toda nuestra existencia.
Jacob Levy Moreno, en su obra Psicodrama, lo expresó con una belleza que atraviesa los años y toca el corazón. En su preámbulo dice:
Un encuentro de dos: ojo a ojo, cara a cara
y cuando esté cerca arrancaré tus ojos
y los colocaré en el lugar de los míos,
y tú arrancarás mis ojos
y los colocarás en el lugar de los tuyos,
y entonces te miraré con tus ojos
y tú me mirarás con los míos.
Así hasta la cosa común sirve el silencio
y nuestro encuentro es la meta sin cadenas.
Esa imagen resume la esencia del encuentro: no se trata de anularnos, ni de perder nuestra identidad, sino de un acto valiente y generoso de intercambio. Saber renunciar, por un momento, a nuestros juicios y certezas, para calzarnos los zapatos del otro, mirar el mundo desde sus ojos. Y al mismo tiempo, permitir que el otro se asome a nuestro mundo, nos vea con los ojos prestados de la empatía. Es una fusión, sí, pero dentro de la originalidad de cada uno. No desaparecemos, sino que nos engrandecemos.
Es interesante notar que, para lograr esta empatía auténtica, primero debemos liberarnos de nuestras propias cadenas. Esas murallas invisibles que levantamos para protegernos del miedo, del dolor, del riesgo de ser descubiertos en nuestra vulnerabilidad. Todos llevamos dentro cerrojos que guardan a buen recaudo nuestras heridas, nuestros temores más profundos. Y, sin embargo, es soltando esas defensas que podemos abrir la puerta al encuentro verdadero.
El encuentro, así entendido, se convierte en el motor del crecimiento. Es la chispa que enciende nuevas luces en nuestro interior, al sumar los valores y las perspectivas del otro a los que ya poseemos. En cada encuentro auténtico, ampliamos nuestro horizonte, descubrimos sentidos nuevos para nuestra existencia. Nos acercamos, un poco más, a comprender para qué estamos hechos. Y en ese proceso, aprendemos a amar desde nuestra imperfección mutua. No desde un ideal inalcanzable de perfección, sino desde nuestra humanidad compartida, con todas sus grietas y luces.
Cuando esto sucede, algo profundo se transforma: empezamos a humanizarnos. A descubrirnos, no como seres aislados y autosuficientes, sino como criaturas esencialmente relacionales. Nos reconocemos como lo que realmente somos: seres especiales. Especiales no por nuestros logros o títulos, sino por el simple hecho de haber nacido, de ser portadores de una misión única en este mundo.
Y en el centro de esa misión, está el Amor. No un amor romántico o idealizado, sino ese amor profundo que es capaz de mirar al otro —en toda su complejidad— y decirle: "Te veo. Te reconozco. Eres valioso tal como eres." Ese amor es nuestra espada vencedora. Con él, derribamos las murallas de la indiferencia, el miedo y el egoísmo.
Ser y mirar al otro, y permitir que el otro me mire a mí, en esa reciprocidad limpia y sincera, es el acto fundacional de una humanidad nueva. Una humanidad que no se construye a base de competencias ni de enfrentamientos, sino de encuentros. Allí, en ese espacio compartido, donde ambos nos mostramos sin máscaras, sacamos lo mejor de nosotros mismos. Y lo hacemos no para encerrarlo en nuestro cofre interior, sino para ofrecerlo, generosos, en la gran fiesta de la fraternidad. El encuentro es, entonces, un pequeño milagro cotidiano.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto vivir estos encuentros auténticos? Tal vez porque, en el fondo, todos tememos ser vistos en nuestra desnudez interior. Nos han enseñado, desde pequeños, a protegernos, a no mostrar debilidad, a desconfiar del otro. Vivimos en un mundo que premia la apariencia, la fuerza, el control, y que mira con sospecha la entrega, la vulnerabilidad, la apertura.
Y, sin embargo, cada vez que alguien se atreve a dar el paso y mostrarse tal como es, sin disfraces, ocurre algo maravilloso: el otro, al ver esa autenticidad, se siente invitado a hacer lo mismo. Es un efecto contagioso, una cadena de encuentros que va humanizando el tejido social.
Recuerdo la historia de una mujer que, tras años de esconder su tristeza detrás de una sonrisa perfecta, un día se atrevió a contar su verdad en un grupo de apoyo. Sus palabras eran sencillas, pero estaban cargadas de una honestidad que conmovía: "Estoy cansada de fingir que todo está bien. La verdad es que me siento perdida." Al decir esto, lejos de recibir rechazo, encontró miradas cómplices, cabezas que asentían en silencio. Y en ese momento, nació un encuentro. No solo entre ella y los otros, sino entre cada uno de los presentes y su propia verdad interior.
Así es como crecemos: no cuando acumulamos conocimientos o habilidades, sino cuando nos permitimos entrar en contacto con la verdad del otro y con la nuestra propia.
Martin Buber, filósofo judío, lo expresó de forma magistral en su concepto del Yo-Tú. Según Buber, solo cuando nos relacionamos con el otro como un Tú —y no como un “Eso”, un objeto— podemos experimentar lo divino en la relación. El encuentro Yo-Tú es sagrado porque en él ambos participantes se reconocen en su dignidad irrepetible. No hay manipulación, ni uso, ni cálculo. Solo presencia mutua.
Quizá por eso sentimos una especie de plenitud inexplicable cuando vivimos un encuentro auténtico. Es como si, por un momento, accediéramos a un plano superior de la existencia, donde todo cobra sentido. Donde el dolor encuentra consuelo, la soledad se disipa y la esperanza renace.
Y esto es algo que no requiere escenarios grandiosos ni palabras solemnes. Puede ocurrir en un silencio compartido, en una mirada que dice "te entiendo", en un gesto pequeño pero lleno de intención. A veces, un apretón de manos, un abrazo sincero, o una lágrima compartida valen más que mil discursos.
El encuentro también nos confronta con nuestras propias limitaciones. Nos obliga a reconocer que no somos autosuficientes, que necesitamos del otro para completarnos. Y esto, lejos de ser una debilidad, es nuestra mayor fortaleza. Somos seres en relación, hilos en una red que solo adquiere sentido cuando se entreteje con otros hilos.
De ahí que el encuentro tenga un potencial transformador no solo a nivel personal, sino también social. Una comunidad que cultiva estos encuentros auténticos se vuelve más humana, más compasiva, más justa. Porque solo cuando veo en el otro a un Tú —y no a un extraño o un rival— puedo preocuparme por su bienestar y luchar por su dignidad.
Quizá esta sea la gran tarea que tenemos por delante como humanidad: recuperar el arte del encuentro. En un mundo cada vez más dividido por muros visibles e invisibles, necesitamos volver a mirarnos a los ojos, a reconocer nuestra común humanidad.
Cada día nos ofrece oportunidades para vivir estos pequeños milagros. En la familia, en el trabajo, en la calle. Cada vez que alguien se atreve a mirar más allá de las apariencias y se acerca al otro con respeto y apertura, nace un encuentro que deja huella.
Y, en el fondo, no hay acto más revolucionario que este: mirar al otro y decirle con nuestra presencia y actitud: "Eres valioso. Eres bienvenido. Tu existencia mejora la mía."
Cuando vivimos así, cada día se convierte en una celebración, en una fiesta donde todos tenemos algo que aportar. No desde la perfección, sino desde nuestra condición de seres en camino, imperfectos, pero profundamente valiosos.
El encuentro es, sin duda, el milagro que nos salva. Nos salva del aislamiento, del egoísmo, de la desesperanza. Nos devuelve a nuestra esencia más profunda: la de seres llamados a amar y ser amados, a dar y recibir, a mirar y dejarnos mirar.
Por eso, cada vez que tengas la oportunidad, no la dejes pasar. Atrévete al encuentro. Mira al otro, permite que te mire, y deja que ese cruce de almas encienda la chispa que ilumina lo mejor de ti. Porque, al final, es en el encuentro donde descubrimos quiénes somos realmente: seres especiales, portadores de un amor que, cuando se comparte, se multiplica y transforma el mundo.
Miguel Cuartero
Orientador Familiar
