La felicidad y el sufrimiento son cambiantes

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La felicidad y el sufrimiento son cambiantes

Tarde o temprano, todos nos enfrentamos a una verdad que puede resultar incómoda: la felicidad perfecta no existe. A lo largo de nuestra vida, aspiramos a alcanzarla, la perseguimos como si fuera un destino fijo, una meta definitiva que, una vez alcanzada, permanecerá con nosotros para siempre. Sin embargo, llega un momento —a veces de golpe, otras poco a poco— en el que comprendemos que esa felicidad absoluta e inquebrantable es una ilusión.

Lo interesante es que rara vez nos detenemos a pensar en lo opuesto: que la infelicidad absoluta, ese dolor perpetuo e impenetrable, también es imposible de alcanzar. Aunque hay momentos en que sentimos que el sufrimiento lo abarca todo, incluso en esos instantes oscuros existe algún resquicio —por pequeño que sea— de consuelo, de respiro o de esperanza.

Primo Levi, en su obra “Si esto es un hombre”, aborda esta dualidad con claridad. Nos recuerda que los límites para experimentar tanto la felicidad total como la infelicidad total provienen de una misma fuente: nuestra propia humanidad. Estamos hechos de límites, de comienzos y finales, de ciclos que nacen y se extinguen. Y es precisamente esa condición finita la que hace que los extremos emocionales, por intensos que sean, nunca sean eternos ni absolutos.

Uno de los factores que impide que experimentemos estos extremos de manera plena es nuestra relación con el futuro. No sabemos qué va a pasar. La incertidumbre que nos rodea se convierte, dependiendo del contexto emocional en que nos encontremos, en esperanza o en temor. Cuando atravesamos momentos de alegría, la incertidumbre puede empañar la experiencia: ¿cuánto durará esto?, ¿cuándo se acabará? Por otro lado, en los momentos de tristeza, la misma incertidumbre puede ser el faro que nos permite continuar: tal vez mañana sea diferente, quizá esto también pase. Esta ambivalencia se convierte en una constante de la vida humana: nunca sabemos lo que vendrá, y esa falta de certeza es tanto una bendición como una carga.

La esperanza, en este sentido, no es solo una emoción. Es una herramienta de supervivencia. Es el impulso que nos empuja a seguir, a intentarlo una vez más, a creer que hay algo más allá del presente inmediato. Incluso en medio del sufrimiento, algo en nosotros resiste, se aferra a la posibilidad de un cambio. Y esa posibilidad, por mínima que sea, es suficiente para impedir que caigamos en una infelicidad total.

Otro límite importante que menciona Levi es la certeza de la muerte. Podría parecer un pensamiento sombrío, pero en realidad tiene una función reveladora: la muerte nos recuerda que nada, absolutamente nada, es eterno. Ni la alegría más intensa ni el dolor más profundo pueden escapar de esa verdad. Esta conciencia de nuestra mortalidad establece un marco temporal dentro del cual vivimos todas nuestras experiencias. Y ese marco, por muy doloroso que parezca, también tiene una dimensión liberadora.

Saber que todo termina, que todo pasa, puede ayudarnos a valorar más intensamente los momentos de felicidad, pero también a sobrellevar con mayor templanza los momentos de sufrimiento. Lo que sentimos hoy, por muy abrumador que sea, no durará para siempre. Esta certeza, lejos de paralizarnos, puede darnos una nueva perspectiva sobre cómo habitamos nuestras emociones.

La propuesta implícita en el texto de Levi es, entonces, una invitación a vivir de manera más consciente y honesta. A dejar de perseguir quimeras de felicidad eterna o de temerle al dolor como si fuera un castigo sin fin. Es una llamada a aceptar que la vida está hecha de matices, de momentos que se entrelazan, de una danza continua entre la luz y la sombra.

Aceptar nuestra humanidad es aceptar nuestra vulnerabilidad, pero también nuestra capacidad de resiliencia. Es reconocer que no todo está bajo nuestro control, y que está bien que así sea. En lugar de buscar una perfección emocional que nunca llegará, podemos enfocarnos en lo que sí tenemos: el presente, las pequeñas alegrías, las lecciones que deja el dolor, la compañía de otros que transitan este mismo camino incierto.

En definitiva, la felicidad y la infelicidad no son estados estáticos ni definitivos, sino experiencias transitorias que se entrecruzan a lo largo de la vida. Nuestra condición humana, con sus límites, su incertidumbre y su temporalidad, impide que caigamos en cualquier extremo de forma permanente. Y tal vez, en esa imposibilidad, se esconda una forma más real y profunda de libertad: la de poder vivir con plenitud, sabiendo que nada dura para siempre, pero que todo, en su momento, tiene sentido.

Miguel Cuartero

Orientador Familiar 

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