La soledad en la era de la comunicación

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La soledad en la era de la comunicación

Vivimos en una época en la que nunca antes habíamos tenido tantas formas de comunicarnos. Llamadas telefónicas, mensajes de texto, correos electrónicos, WhatsApp, redes sociales, videollamadas, salas de chat… Las herramientas están al alcance de un clic, de un toque, de un emoticono. Paradójicamente, a pesar de estar más "conectados" que nunca, muchas personas —jóvenes, adultas y mayores por igual— se sienten más solas que en cualquier otro momento de sus vidas. Entonces, ¿cómo es posible que en la era de la comunicación reine la soledad?

Los sociólogos John T. Cacioppo y William Patrick, quienes han dedicado años al estudio del fenómeno de la soledad, citan un dato preocupante: “el aumento del uso de internet incrementa el riesgo de aislamiento social y depresión, especialmente cuando la comunicación electrónica reemplaza el contacto humano directo”. Esta afirmación resuena con fuerza en una sociedad donde el "estar en línea" no siempre significa estar realmente presente.

Vivimos en un mundo cada vez más acelerado. Nos movemos deprisa, contestamos con rapidez, vivimos pendientes de notificaciones, pero rara vez nos detenemos a mirar a los ojos, a escuchar con atención o a compartir un momento sin distracciones. Y es ahí, en esos espacios vacíos que la tecnología no puede llenar, donde nace la soledad.

Una sonrisa verdadera, una caricia, una conversación sincera cara a cara… son gestos que no pueden digitalizarse. Por muy avanzadas que sean las plataformas de comunicación, nada reemplaza la calidez del contacto humano. Nos estamos acostumbrando a los vínculos rápidos, a los mensajes breves, a los audios acelerados. Pero las relaciones humanas requieren tiempo, dedicación, escucha. Y, sobre todo, requieren presencia.

Esta desconexión emocional no ocurre solo en el mundo exterior. Dentro de los hogares, la soledad también se instala, a veces silenciosamente. Muchas familias comparten un mismo techo, pero viven en mundos separados. Las cenas en familia se vuelven menos frecuentes, y las conversaciones se sustituyen por pantallas encendidas. Es habitual ver a padres e hijos sentados en el mismo sofá, pero sumidos cada uno en su propio universo digital. Los adolescentes, en particular, están expuestos a una paradoja inquietante: viven rodeados de estímulos, de notificaciones, de redes sociales, y, sin embargo, muchos se sienten profundamente solos.

En el ámbito de la pareja, la soledad adopta una forma aún más dolorosa. Estar acompañado y, sin embargo, sentirse solo. Cuando la comunicación se diluye, cuando el diálogo desaparece y las rutinas se imponen, es fácil caer en una convivencia paralela. Las parejas se ven, pero no se miran. Se escuchan, pero no se oyen. Se tocan, pero no se sienten. La soledad dentro del matrimonio o de una relación de pareja puede ser una de las experiencias más desgarradoras, porque desdibuja la línea entre lo que debería ser un refugio y lo que se convierte en un muro invisible.

También encontramos soledad en las familias separadas, donde padres y madres ven cómo el vínculo con sus hijos se debilita por la distancia, las agendas y, en muchos casos, por la interferencia de la tecnología. Y están las personas solteras, que en teoría tienen acceso a miles de perfiles en redes y aplicaciones, pero que en la práctica luchan por encontrar una conexión auténtica, profunda, de esas que no se miden en "match" ni en likes.

La soledad, cuando se convierte en un estado prolongado y no deseado, puede tener efectos devastadores. No solo afecta la salud emocional, sino también la física. Numerosos estudios la asocian con trastornos como el insomnio, la ansiedad, la depresión, y con conductas de riesgo como el abuso de alcohol, de comida, de sustancias, y en los casos más extremos, con pensamientos suicidas. Se ha convertido, sin duda, en una de las principales lacras sociales de nuestro tiempo.

Pero no todo está perdido. El primer paso para combatir la soledad es reconocerla y no sentir vergüenza por ello. Todos, en algún momento, nos hemos sentido solos. La clave está en no quedarse atrapado en ese sentimiento. La soledad no siempre es negativa. De hecho, hay una soledad que es necesaria, que es fértil, que nos permite conocernos, reflexionar, reconectar con nosotros mismos. Es importante diferenciar esa soledad elegida, que puede ser sanadora, de la soledad impuesta, que duele y aísla.

Si sientes que la soledad está comenzando a afectarte, da un paso pequeño, pero significativo. Llama a un amigo. Sal a caminar. Visita a tus padres, si los tienes. Escribe una carta. Invita a alguien a tomar un café. Haz el esfuerzo, aunque al principio no tengas ganas. A veces, una sonrisa puede ser el inicio de un puente hacia el otro. Y si te encuentras en redes sociales, recuerda: el número de seguidores no define tu valor ni la calidad de tus relaciones. Lo que importa no es cuántas personas te escriben, sino cuántas se quedarían contigo si las cosas se complican.

El valor de la verdadera conexión humana no se mide en notificaciones. Se mide en abrazos, en gestos sinceros, en silencios compartidos. Se encuentra en esos amigos que están ahí sin que se lo pidas, en las personas que te escuchan con el corazón, en quienes no te juzgan, sino que simplemente te acompañan.

Al final del día, lo que más anhelamos no es solo ser escuchados, sino ser entendidos. No es solo ser vistos, sino ser reconocidos. Y para eso, ninguna pantalla es suficiente. Porque, en el fondo, todos necesitamos lo mismo: un poco de atención, un poco de afecto, un poco de humanidad.

Miguel Cuartero

Orientador Familiar 

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