El arte de pintar con el corazón

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El arte de pintar con el corazón

Hay una antigua historia china que nos invita a reflexionar sobre el arte y, más aún, sobre la naturaleza humana:

En la corte de un príncipe chino, un pintor de renombre fue interrogado por el monarca:
—¿Qué es lo más difícil de pintar?
El artista, tras un breve suspiro, respondió:
—Perros, gatos, caballos y otros animales similares.
El príncipe, intrigado, insistió:
—¿Y lo más fácil?
El pintor, con una mirada serena, respondió:
—Fantasmas, monstruos y dragones.
El príncipe, desconcertado, le preguntó por qué, y el artista explicó:
—Todos vemos con regularidad perros, gatos y caballos. Sus movimientos y características son familiares a nuestros ojos, y cualquier error al retratarlos se nota de inmediato. Por eso son tan difíciles de pintar. En cambio, los fantasmas, los monstruos y los dragones no tienen una forma definida. Nadie ha visto jamás uno de ellos, y por eso resulta sencillo pintarlos.

Este relato, aunque antiguo, guarda un mensaje que trasciende el tiempo y las culturas. Porque si lo llevamos a nuestra propia vida, podríamos preguntarnos: ¿qué es lo más difícil de plasmar en nuestro lienzo personal?

No son las escenas llenas de color, ni los paisajes vastos, ni las figuras llamativas. Lo verdaderamente complicado es capturar la calidez de un abrazo sincero, la fuerza silenciosa de unas manos que se entrelazan para apoyarse, el beso de una madre que contiene en su simpleza todo un universo de amor incondicional, o esas palabras sencillas, pero inmensas, de un padre que dice “te quiero” desde lo más profundo del alma.

Estos sentimientos, estos valores humanos que nos definen, son difíciles de retratar porque no se ven con los ojos. Se sienten en lo más íntimo del corazón, se experimentan en el rincón más profundo del alma. Por eso son tan complejos de poner en un lienzo: no tienen forma ni color visibles, y, sin embargo, son los que dan sentido a nuestra existencia.

El arte, en su esencia más pura, siempre ha buscado lo mismo: capturar lo invisible, dar cuerpo a lo inasible. Un cuadro puede mostrar dos personas abrazadas, pero ¿cómo transmitir en ese cuadro la paz que ese abrazo brinda? ¿Cómo pintar la sensación de refugio, de seguridad, de pertenencia que se siente cuando alguien nos toma la mano en un momento de dolor?

En contraste, lo más fácil de pintar es la frialdad de un rostro endurecido por la ira o el resentimiento. Es sencillo retratar la expresión de quien no sabe perdonar, quien se encierra en su egoísmo o se deja dominar por la amargura. Estas emociones negativas son visibles y, a menudo, inconfundibles. Se reflejan en el ceño fruncido, en los labios apretados, en la mirada que evita el encuentro. La negatividad no solo se plasma en el rostro, sino también en la manera en que tratamos a los demás y nos relacionamos con el mundo.

Y, sin embargo, me pregunto: ¿quién querría realmente pintar esas escenas? Porque, aunque es fácil darles forma, son imágenes que nos hieren, que nos enfrían el alma. Todos, en algún momento, hemos sentido el peso de esas miradas duras o de esas palabras que, como pinceladas negras, han manchado nuestro interior.

Por fortuna, también están las otras huellas: las que nutren, curan y nos llenan de esperanza. No es fácil pintar el amor, la generosidad o la compasión, pero quienes los han experimentado saben que dejan marcas tan profundas que ningún pincel podría replicar. Son paisajes interiores que no necesitan un marco para ser admirados, porque se sienten en la paz que nos brindan y en la fuerza que nos devuelven cuando más lo necesitamos.

Pienso, por ejemplo, en aquella enfermera que, en medio de una jornada agotadora, se detiene un segundo a tomar la mano temblorosa de un anciano y le dedica una sonrisa. Ese gesto, invisible para el mundo, es un cuadro que queda grabado para siempre en quien lo recibe. O en ese amigo que aparece en silencio, sin grandes discursos, pero cuya sola presencia en un momento de duelo es más elocuente que cualquier palabra.

Esos actos, pequeños y cotidianos, son las verdaderas obras de arte que transforman el mundo. Y aunque no se puedan colgar en un museo ni vender en una subasta, tienen un valor incalculable: sanan heridas, reconstruyen corazones rotos y devuelven la fe en la humanidad.

Las acciones positivas crean cuadros invisibles pero importantes, que nos reconcilian con la vida y nos recuerdan lo que realmente importa. Aunque no se pueda capturar el amor en un lienzo, su huella es más duradera que cualquier obra de arte. Ese amor teje recuerdos imborrables, paisajes interiores que nos enriquecen y nos hacen más humanos.

Por eso, la gran pregunta es: ¿qué queremos pintar en nuestra vida? ¿Qué huellas queremos dejar en el corazón de los demás?

Porque la verdad es que todos somos artistas. Cada día, cada encuentro, cada palabra que decimos es como una pincelada que va dando forma a un cuadro mayor. Y aunque no siempre seamos conscientes, cada gesto nuestro está dejando color o sombra en quienes nos rodean.

¿No sería hermoso entonces decidir conscientemente ser pintores de belleza, de bondad, de humanidad? Crear nuestras propias obras maestras, esas que no se miden con dinero ni con fama, sino con el impacto que tienen en las almas que tocan.

Pintemos en nuestro interior momentos de cariño, ternura, compañerismo, entrega, generosidad y amistad. Todo esto puede ser difícil de plasmar en un lienzo, pero es infinitamente más valioso de experimentar y compartir. Y es mucho más sencillo de lo que pensamos: comienza con un saludo amable, con una escucha atenta, con una disculpa sincera o un agradecimiento sentido.

Si miramos con atención, veremos que a nuestro alrededor hay muchas personas que, sin ser grandes artistas, saben cómo crear bellos cuadros desde el corazón. Son quienes con un gesto sencillo cambian nuestro día, quienes con una palabra oportuna nos devuelven la esperanza. Son los abuelos que cuentan historias para que sus nietos no olviden de dónde vienen, los maestros que creen en un alumno cuando ni él mismo cree en sí mismo, los vecinos que se ayudan sin esperar nada a cambio.

Lo importante es comprender que cada uno de nosotros puede ser pintor de su propia vida. Que, a veces, lo que más necesitamos no son colores ni pinceles, sino el compromiso cotidiano de sembrar amor y comprensión en todo lo que hacemos. Esa, al final, es la obra que realmente transforma el mundo.

Y no hay edad ni condición para empezar a pintar así. El niño que comparte su merienda con un compañero que olvidó la suya, la mujer que prepara una comida caliente para quien pasa hambre, el hombre que cede su asiento sin pensarlo: todos están dibujando sobre el lienzo invisible de la vida los trazos de un mundo más humano.

Quizá nunca veremos terminada nuestra obra, y está bien que así sea. Porque la vida misma es un cuadro en proceso, siempre inacabado, siempre abierto a nuevas pinceladas. Lo importante es que, al final del día, cuando miremos nuestro lienzo interior, podamos reconocer en él más colores de amor que manchas de rencor, más trazos de generosidad que líneas de egoísmo.

Así que, si alguna vez dudas de tu capacidad de transformar algo, recuerda esto: cada acto de bondad es una pincelada luminosa en el cuadro del mundo. Y no hay pincel más poderoso que el del corazón cuando se mueve por la compasión, la empatía y el amor.

Quizá no todos podemos ser artistas famosos. Pero todos, absolutamente todos, podemos ser artistas del alma. Y esa es la obra que vale la pena crear.

Miguel Cuartero

Orientador Familiar. Formado en Logoterapia

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