La afirmación “la vida a veces duele” no es una simple frase hecha, sino una verdad sentida, forjada en la experiencia personal, especialmente a través del compromiso con el voluntariado y los ideales juveniles. En la juventud, muchos —entre ellos yo mismo — crecimos con la firme convicción de que era posible transformar el mundo. Soñábamos con una realidad más justa, más humana, más solidaria. No estábamos solos; compartíamos ese entusiasmo con otros jóvenes que, como nosotros, miraban el futuro con brillo en los ojos y la certeza de que el cambio era no solo posible, sino inevitable. Creíamos que, si uno sueña con suficiente fuerza, el mundo terminará por alinearse con ese sueño.
Sin embargo, el paso del tiempo trajo consigo una lección ineludible: la vida no siempre responde a nuestros ideales con la inmediatez o la justicia que esperamos. Con los años, nos dimos cuenta de que, lejos de haber transformado el mundo, en muchos sentidos parecía que retrocedíamos. Aunque hoy se alaba la libertad como valor supremo, lo que encontramos con frecuencia es una forma más sutil, pero igualmente poderosa, de esclavitud: la esclavitud mental, emocional y social. Estamos atrapados en patrones invisibles: las comparaciones constantes, las expectativas sociales, el miedo al fracaso, al rechazo, a no ser suficientes. Esta prisión interna, aunque no tenga cadenas visibles, limita nuestra capacidad de vivir con autenticidad y plenitud.
Y, sin embargo, en medio de ese dolor inevitable, persiste una verdad luminosa: la vida, a pesar de sus heridas, sigue siendo un milagro. El dolor y la belleza no son opuestos; al contrario, coexisten, se entrelazan y, en muchos casos, se alimentan mutuamente. Es en el contraste entre la oscuridad y la luz donde percibimos con mayor claridad el valor de lo que tenemos. Recurro a una metáfora de Eduardo Galeano, del libro “El libro de los abrazos”, para ilustrar esta idea: el mundo es “un mar de fueguitos”. Cada persona brilla con una luz única, y no hay dos fuegos iguales. Algunos son grandes y ardientes, otros pequeños pero constantes; hay fuegos serenos y fuegos locos que llenan el aire de chispas. Algunos apenas alumbran, mientras que otros arden con tanta pasión que iluminan todo a su alrededor.
Esta imagen es un recordatorio esencial: cada ser humano es irrepetible. No fuimos creados a partir de un molde, sino que rompimos ese molde al nacer. Somos originales por naturaleza. Pero también somos seres en constante construcción. Nunca estamos terminados. La vida es un proceso de transformación perpetua, en el que cada experiencia —tanto las dolorosas como las gozosas— nos talla, nos pulen, nos moldean. El dolor, lejos de ser solo una carga, puede ser un agente de evolución personal. Nos empuja a mirarnos dentro, a cuestionarnos, a crecer. El amor, por su parte, nos suaviza, nos conecta, nos humaniza.
Aunque la vida duela —y a veces duela profundamente—, nuestra llama interior conserva el poder de calentar, de iluminar, de inspirar. Cada uno de nosotros tiene la capacidad de afectar positivamente el mundo que lo rodea, incluso si es en un radio pequeño. Y es precisamente al encontrarnos con otros —al escuchar sus historias, al conocer sus luchas y sueños— que nuestra propia visión se amplía. Estos encuentros nos transforman. Nos recuerdan que no estamos solos, que nuestras heridas no nos excluyen de la humanidad, sino que, al contrario, nos integran más en ella.
Podríamos reflexionar: ¿sería deseable una vida sin dolor? A primera vista, parece el ideal absoluto: una existencia sin pérdidas, sin angustias, sin finitudes. Pero al analizarla con honestidad, nos damos cuenta de que el dolor es parte constitutiva de la experiencia humana. Es una señal de que estamos vivos, de que sentimos, de que amamos, de que nos importa. El dolor nos impulsa a actuar, a buscar soluciones, a cambiar, a crecer. En su ausencia total, podríamos caer en la apatía, en una existencia cómoda pero vacía, sin propósito ni urgencia. El sufrimiento, en su justa medida, da profundidad a la alegría, valor a la esperanza, intensidad al presente.
La vida, por tanto, no es una línea recta hacia la felicidad perpetua, sino una danza constante entre lo luminoso y lo oscuro, entre el esfuerzo y la gratitud, entre la pérdida y el reencuentro. Todo pasa. Nada es permanente. Ni el dolor ni la felicidad. Esta impermanencia, lejos de ser una amenaza, es una fuente de esperanza: si lo malo no dura para siempre, siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo. Esta conciencia es liberadora. Nos permite afrontar los momentos difíciles con mayor resiliencia, sabiendo que, incluso en la noche más oscura, el amanecer llegará.
Vivir con plenitud, entonces, no significa evitar el dolor, sino integrarlo. Significa estar dispuesto a transformarnos constantemente, a movernos —aunque sea poco a poco— hacia una versión más auténtica de nosotros mismos. No se trata de alcanzar una perfección inalcanzable, sino de avanzar con humildad, paciencia y amor. Y parte de ese amor es también abrazar nuestras sombras: nuestros miedos, nuestras contradicciones, nuestros errores. Aceptar que somos imperfectos, pero que esa imperfección no nos hace indignos de amor, sino profundamente humanos.
Uno de los actos más sanadores que podemos realizar es contribuir a hacer del mundo un lugar un poco más habitable. No necesitamos cambiar el mundo entero; basta con aliviar el dolor de alguien cercano. Un gesto de empatía, una palabra de aliento, un acto de generosidad sin esperar nada a cambio: todo esto crea belleza. Y esa belleza tiene un poder transformador. Nos reconcilia con la vida, con los demás, con nosotros mismos. Nos recuerda que, incluso en medio del sufrimiento, hay espacio para la ternura.
De hecho, es en el sufrimiento compartido donde surge una de las formas más profundas de conexión humana. Cuando nos atrevemos a mostrar nuestras heridas —no desde la queja, sino desde la honestidad—, creamos puentes. Dejamos de fingir que todo está bien y permitimos que otros hagan lo mismo. Esta vulnerabilidad auténtica nos humaniza. Nos recuerda que todos cargamos con nuestras propias batallas invisibles, y que el simple hecho de ser escuchados, vistos y acompañados puede ser un bálsamo poderoso.
La vida, por tanto, no es solo un camino hacia la felicidad, sino un camino hacia la autenticidad. Y la autenticidad, aunque a veces duela, libera. Libera porque nos permite dejar de vivir para complacer expectativas ajenas y comenzar a vivir desde nuestro centro. Significa mirarnos con honestidad, aceptar quiénes somos en toda nuestra complejidad, y, aun así, elegir amarnos. Significa entender que el valor de una persona no depende de su productividad, de su éxito o de su apariencia, sino de su simple existencia.
Cada día que vivimos es un regalo, aunque no siempre lo sintamos así. En los días difíciles, puede parecer que la vida es una carga más que una bendición. Pero incluso en esos momentos, algo nos sostiene: la esperanza. La esperanza no es una ilusión ingenua, sino una certeza íntima de que todo pasa, de que lo malo no es eterno, de que siempre hay una nueva oportunidad. Esta esperanza no niega el dolor, sino que coexiste con él, dándole sentido.
El viaje de la vida está lleno de curvas impredecibles, de cimas que nos llenan de gozo y de abismos que nos hacen dudar de todo. Pero es precisamente en esa complejidad donde reside su riqueza. Cada paso, cada encuentro, cada pérdida, cada aprendizaje nos transforma. Nos hace más sabios, más compasivos, más humanos. Y al final, quizás lo único que realmente importa no es cuánto logramos, cuánto acumulamos o cuánto evitamos el sufrimiento, sino cómo vivimos: con honestidad, con amor, con coraje.
Importa si fuimos capaces de encender algunas llamas en el camino: si tocamos otras vidas, si ofrecimos consuelo, si sembramos belleza en medio del caos. Importa si, al mirar atrás, podemos decir que, a pesar del dolor, valió la pena. Porque la vida, con todo su sufrimiento, con todas sus imperfecciones, sigue siendo valiosa. Y esa es la paradoja más hermosa: sí, la vida a veces duele… pero, aun así, merece la pena.
Con afecto
Miguel Cuartero. Orientador Familiar
