El 17 de junio de 1975, tras tres años de preparación, tuve el honor inmenso de atender la primera llamada en crisis en Teléfono de la Esperanza en Murcia. Aquel día quedó grabado para siempre en mi memoria, porque marcó el inicio de una aventura humana que ha llenado mi vida de sentido durante medio siglo. Aquel primer timbre no fue solo una llamada telefónica; fue el eco de un grito silencioso que clamaba ayuda, y al mismo tiempo, fue la semilla de una historia de entrega y esperanza.
Mi vínculo con el voluntariado había empezado algunos años antes, cuando apenas tenía 18 años. Fue en las Jornadas de Vida Cristiana que se celebraban en Totana (Murcia), guiadas precisamente por Jesús Madrid, hermano del fundador del Teléfono de la Esperanza, Serafín Madrid. En aquellas jornadas, germinó en mí el deseo profundo de hacer del mundo un lugar un poco mejor, de acompañar a los que sufren, y de sostener la antorcha de la esperanza en medio de la oscuridad.
A lo largo de estos cincuenta años —salvo un pequeño paréntesis— he tenido el privilegio de escuchar y acompañar a cientos, quizás miles, de personas en sus momentos de mayor fragilidad. Personas heridas, desesperadas, vacías de sentido, pero que aún conservaban, aunque fuera en el rincón más escondido de su alma, una chispa de esperanza que les permitía seguir adelante. Esa esperanza, muchas veces tenue, era suficiente para que decidieran levantar el teléfono y buscar un refugio, una voz amiga, un oasis en medio de su desierto emocional.
Recuerdo con especial nitidez aquellas tres primeras llamadas que atendí. Eran voces quebradas por el dolor y la desesperanza, personas que esperaban con ansias el momento en que el Teléfono abriera sus líneas, como quien busca un manantial en medio de un páramo. Aquellas conversaciones me partieron el corazón, pero también me mostraron una verdad profunda: todos, de un modo u otro, estamos desesperados. Unos llaman buscando consuelo; otros, como nosotros los voluntarios, nos aferramos a la esperanza para poder sostener a quienes claman ayuda. Al final, todos somos seres necesitados, vulnerables, en búsqueda de sentido.
Al principio, confieso que la carga emocional fue tan abrumadora que pensé en abandonar. La intensidad del dolor ajeno me sobrepasaba. Llegué a solicitar mi baja, convencido de que no estaba hecho para soportar tanta angustia humana. Fue entonces cuando Jesús Madrid me animó a continuar un poco más. Gracias a su apoyo, descubrí que la esperanza no solo era un consuelo para los que llamaban, sino también un motor que transformaba y fortalecía a quienes servíamos. Comprendí que, sin ella, no es posible vivir en paz ni encontrar salvación personal. La esperanza no es solo un bálsamo: es una fuerza que apasiona, que moviliza, que nos rescata incluso de nuestras propias desesperanzas.
Con el tiempo, comprobé cómo el Teléfono de la Esperanza crecía. Lo que comenzó con un pequeño grupo de 14 voluntarios fue multiplicándose como el trigo en un campo fértil. Miles de personas se han acercado a esta iniciativa, algunas por necesidad, otras por curiosidad, y muchas por el deseo profundo de ofrecer ayuda desinteresada. Y es que la esperanza, bajo su manto acogedor, no solo sostiene a los usuarios que llaman, sino que también cobija a los voluntarios, sanando nuestras propias heridas y fortaleciendo nuestras flaquezas.
Hoy, cincuenta años después, no puedo evitar sentir que la vida me eligió para este camino de servicio generoso. A pesar de mis propias dudas y momentos de desaliento, he sido testigo de la fuerza transformadora de la escucha y de la entrega al prójimo. Servir en el Teléfono de la Esperanza va mucho más allá de formar parte de una organización: es un compromiso vital, un acto de humanidad donde se produce el milagro del encuentro entre un tú y un yo. En cada llamada, se renueva esa reciprocidad sencilla pero profunda: "Tú me pides, yo te doy; yo te doy, tú me das." Y en ese intercambio, ambas partes salimos enriquecidas.
El Teléfono de la Esperanza me lo ha dado todo. Algunas enseñanzas han sido fundamentales en mi vida; otras quizás hayan pasado desapercibidas en su momento, pero todas me han ido modelando como persona. He aprendido que nadie es dueño de la esperanza: ella existía antes que nosotros y seguirá existiendo después. La esperanza no hace distinciones; es hospitalaria, nos abraza sin condiciones, y se percibe no tanto con los sentidos, sino con el corazón y con un alma dispuesta a servir.
El voluntariado, he comprendido, es una comunidad de "restauradores de esperanza." Somos personas comunes que, al unir nuestras manos y oídos amorosos, nos convertimos en instrumentos al servicio de quienes atraviesan sus noches más oscuras. Y es en esa entrega donde, paradójicamente, encontramos nuestra propia sanación. Porque todos, en mayor o menor medida, somos infieles a la esperanza; todos caemos en el desaliento. Pero la esperanza, generosa, siempre nos llama de vuelta y nos transforma a través del amor que nos conecta con los demás.
Como decía Serafín Madrid "Cuando existe la esperanza, todos los problemas son relativos." Esta frase se ha convertido para mí en un faro. Permanecer en la esperanza no es un estado pasivo: es una lucha diaria, una vigilia constante para no cerrar los ojos ante el sufrimiento ajeno. El voluntario no necesita grandes reconocimientos —aunque, no lo niego, a veces una palabra de aliento es bienvenida—, sino que encuentra su mayor recompensa en cada persona que se acerca en busca de esa "agua de esperanza" que ofrecemos gota a gota, con humildad y entrega.
La esperanza es quien, en realidad, nos busca a nosotros, los voluntarios. Ella es quien toma nuestras manos y las convierte en puentes; quien guía nuestros oídos para que escuchen más allá de las palabras, y quien insufla en nosotros la fortaleza necesaria para seguir adelante, aun cuando el cansancio nos ronda.
Hoy, al mirar atrás y recorrer mentalmente estas cinco décadas, solo puedo sentir gratitud. Mi reconocimiento profundo a Serafín Madrid, cuya visión sembró esta gran obra; a Jesús Madrid, que supo ver en mí, en aquel joven indeciso, un potencial para el servicio, a Ángel y a Pedro que fueron fuentes de motivación para mi voluntariado; y a los actuales coordinadores, que con su compromiso continúan con el legado y me posibilitan el que siga en esta hermosa "brecha de la escucha y orientación," acompañando a quienes llaman y/o acuden en busca de consuelo.
Cincuenta años después, sigo creyendo que la esperanza no es solo una palabra bonita, ni una idea abstracta: es una fuerza real, vital, que sostiene, transforma y da sentido. Y en cada llamada o entrevista de Orientación Familiar que atiendo, sigo escuchando no solo el eco del dolor, sino también el latido esperanzado de una humanidad que, a pesar de todo, no se rinde.
Que esta celebración de medio siglo no sea solo un homenaje al pasado, sino un compromiso renovado con el futuro. Porque mientras exista una persona que sufra en silencio, mientras haya un corazón que dude si merece seguir adelante, el Teléfono de la Esperanza deberá seguir sonando. Y nosotros, los voluntarios, seguiremos respondiendo, con la misma humildad y entrega que aquel lejano 17 de junio de 1975. Que las últimas palabras de esta expresión emocional y de cariño en conmemoración del 50ª Aniversario del Teléfono de la Esperanza en Murcia, sean las pronunciadas por el propio Fundador Serafín Madrid: "Todos podemos dar, todos podemos recibir"-
Con afecto y cariño
Miguel Cuartero
